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experimentaba con lo que se imaginaba, sus deseos de voluptuosidad que se dispersaban,
sus proyectos de felicidad que estallaban al viento como ramas secas, su virtud estéril, sus
esperanzas muertas, ella lo recogía todo y lo utilizaba todo para aumentar su tristeza.
Sin embargo, las llamas se apaciguaron, bien porque la provisión se agotase por sí
misma, o porque su acumulación fuese excesiva. El amor, poco a poco, se fue apagando
por la ausencia, la pena se ahogó por la costumbre; y aquel brillo de incendio que teñía de
púrpura su cielo pálido fue llenándose de sombra y se borró gradualmente. En su
conciencia adormecida, llegó a confundir las repugnancias hacia su marido con
aspiraciones hacia el amante, los ardores del odio con los calores de la ternura; pero,
como el huracán seguía soplando, y la pasión se consumió hasta las cenizas, y no acudió
ningún socorro, no apareció ningún sol, se hizo noche oscura por todas partes, y Emma
permaneció perdida en un frío horrible que la traspasaba.
Entonces volvieron los malos días de Tostes. Se creía ahora mucho más desgraciada,
pues tenía la experiencia del sufrimiento, con la certeza de que no acabaría nunca.
Una mujer que se había impuesto tan grandes sacrificios, bien podía prescindir de
caprichos. Se compró un reclinatorio gótico, y se gastó en un mes catorce francos en
limones para limpiarse las uñas; escribió a Rouen para encargar un vestido de cachemir
azul; escogió en casa de Lheureux el más bonito de sus echarpes; se lo ataba a la cintura
por encima de su bata de casa; y, con los postigos cerrados, con un libro en la mano,
permanecía tendida sobre un sofá con esta vestimenta.
A menudo variaba su peinado; se ponía a la china, en bucles flojos, en trenzas; se hizo
una raya al lado y recogió el pelo por debajo, como un hombre.
Quiso aprender italiano: compró diccionarios, una gramática, una provisión de papel
blanco. Ensayó lecturas serias, historia y filosofía. De noche, alguna vez, Carlos
despertaba sobresaltado, creyendo que venían a buscarle para un enfermo:
-Ya voy -balbuceaba.
Y era el ruido de una cerilla que Emma frotaba para encender de nuevo la lámpara.
Pero ocurrió con sus lecturas lo mismo que con sus labores, que, una vez comenzadas
todas, iban a parar al armario; las tomaba, las dejaba, pasaba a otras.
Tenía arrebatos que la hubiesen llevado fácilmente a extravagancias. Un día sostuvo
contra su marido que era capaz de beber la mitad de un gran vaso de aguardiente, y, como
Carlos cometió la torpeza de retarla, ella se tragó el aguardiente hasta la última gota.
A pesar de sus aires evaporados (ésta era la palabra de las señoras de Yonville), Emma,
sin embargo, no parecía contenta, y habitualmente conservaba en las comisuras de sus
labios esa inmóvil contracción que arruga la cara de las solteronas y la de las ambiciosas
venidas a menos. Se la veía toda pálida, blanca como una sábana; la piel de la nariz se le
estiraba hacia las aletas, sus ojos miraban de una manera vaga.
Por haberse descubierto tres cabellos grises sobre las sienes habló mucho de su vejez.
Frecuentemente le daban desmayos. Un día incluso escupió sangre, y, como Carlos se
alarmara dejando ver su preocupación:
-¡Bah! -respondió ella-, ¿qué importa eso?
Carlos fue a refugiarse a su despacho; y a11í lloró, de codos sobre la mesa, sentado en
su sillón, debajo de la cabeza frenológica.
Entonces escribió a su madre para rogarle que viniese, y mantuvieron juntos largas
conversaciones a propósito de Emma.
¿Qué decidir?, ¿qué hacer, puesto que ella rechazaba todo tratamiento?
-¿Sabes lo que necesitaría tu mujer? -decía mamá Bovary-. ¡Serían unas obligaciones
que atender, trabajos manuales! Si tuviera, como tantas otras, que ganarse la vida, no
tendría esos trastornos, que le proceden de un montón de ideas que se mete en la cabeza y
de la ociosidad en que vive.
-Sin embargo, trabaja -decía Carlos.
-¡Ah!, ¡trabaja! ¿Qué hace? Lee muchas novelas, libros, obras que van contra la
religión, en las que se hace burla de los sacerdotes con discursos sacados de Voltaire.
Pero todo esto trae sus consecuencias, ¡pobre hijo mío!, y el que no tiene religión acaba
siempre mal.
Así pues, se tomó la resolución de impedir a Emma la lectura de novelas. El empeño no
parecía nada fácil. La buena señora se encargó de ello: al pasar por Rouen, iría
personalmente a ver al que alquilaba libros y le diría que Emma se daba de baja en sus
suscripciones. No tendría derecho a denunciar a la policía si el librero persistía a pesar de
todo en su oficio de envenenador.
La despedida de suegra y nuera fue seca. Durante las tres semanas que habían estado
juntas no habían intercambiado cuatro palabras, aparte de las novedades y de los
cumplidos cuando se encontraban en la mesa, y por la noche antes de irse a la cama.
La señora Bovary madre marchó un miércoles, que era día de mercado en Yonville. La
plaza, desde la mañana, estaba ocupada por una fila de carretas que, todas aculadas y con
los varales al aire, se alineaban a lo largo de las casas desde la iglesia hasta la fonda. Al [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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