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una escena
borrascosa, que en el alcázar y en presencia del rey podría
calificarse de
un horrible desacato.
No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos,
midiéndose
con los ojos, de la cabeza a los pies, sin que la tempestad de
sus almas
se revelase más que por un ligero temblor nervioso, que agitaba
sus
miembros como si se hallasen acometidos de una repentina
fiebre.
Los murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto;
la gente
comenzaba a agruparse en torno de los actores de la escena;
doña Inés, o
aturdida o complaciéndose en prolongarla, daba vueltas de un
lado a otro,
como buscando donde refugiarse y evitar las miradas de la
gente, que cada
vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya segura; los
dos jóvenes
habían ya cambiado, algunas palabras en voz sorda, y mientras
que con la
una mano sujetaban el guante con una fuerza convulsiva,
parecían ya buscar
instintivamente con la otra el puño de oro de sus dagas, cuando
se
entreabrió respetuosamente el grupo que formaban los
espectadores, y
apareció el rey.
Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro
ni cólera
en su ademán.
Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue
bastante para
darle a conocer lo que pasaba. Con toda la galantería del
doncel más
cumplido, tomó el guante de las manos de los caballeros, que,
como movidas
por un resorte, se abrieron sin dificultad al sentir el
contacto de la del
monarca, y volviéndose a doña Inés de Tordesillas, que apoyada
en el brazo
de una dueña, parecía próxima a desmayarse, exclamó,
presentándolo, con
acento, aunque templado, firme:
-Tomad, señora, y cuidad de no dejarle caer en otra
ocasión donde al
devolvérsele, os lo devuelva manchado en sangre.
Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés,
no
acertaremos a decir si a impulsos de la emoción o por salir más
airosa del
paso, se había desvanecido en brazos de los que la rodeaban.
Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio entre sus
manos el
birrete de terciopelo, cuya pluma arrastraba por la alfombra, y
el otro
mordiéndose los labios hasta hacerse brotar la sangre, se
clavaron una
mirada tenaz e intensa.
Una mirada en aquel lance equivalía a un bofetón, a un
guante
arrojado al rostro, a un desafío a muerte.
II
Al llegar la media noche, los reyes se retiraron a su
cámara. Terminó
el sarao, y los curiosos de la plebe que aguardaban con
impaciencia este
momento, formando grupos y corrillos en las avenidas del
palacio,
corrieron a estacionarse en la cuesta del alcázar, los
miradores y el
Zocodover.
Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos
puntos
reinó un bullicio, una animación y un movimiento
indescriptible. Por todas
partes se veían cruzar escuderos caracoleando en sus corceles
ricamente
enjaezados, reyes de armas con lujosas casullas llenas de
escudos y
blasones, timbaleros vestidos de colores vistosos, soldados
cubiertos de
armaduras resplandecientes, pajes con capotillos de terciopelo
y birretes
coronados de plumas, y servidores de a pie que precedían las
lujosas
literas y las andas cubiertas de ricos paños, llevando en sus
manos
grandes hachas encendidas, a cuyo rojizo resplandor podía verse
a la
multitud, que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos
espantados
miraba desfilar con asombro a todo lo mejor de la nobleza
castellana,
rodeada en aquella ocasión de un fausto y un esplendor
fabulosos.
Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación;
los vidrios
de colores de las altas ojivas del palacio dejaron de brillar;
atravesó
por entre los apiñados grupos la última cabalgata; la gente del
pueblo, a
su vez, comenzó a dispersarse en todas direcciones, perdiéndose
entre las
sombras del enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas y
torcidas,
y ya no turbaba el profundo silencio de la noche más que el
grito lejano
de vela de algún guerrero, el rumor de los pasos de algún
curioso que se
retiraba el último, o el ruido que producían las aldabas de
algunas
puertas al cerrarse, cuando en lo alto de la escalinata que
conducía a la
plataforma del palacio apareció un caballero, el cual, después
de tender
la vista por todos lados como buscando a alguien que debía
esperarle,
descendió lentamente hasta la cuesta del alcázar, por la que se
dirigió
hacia el Zocodover.
Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y
volvió a
pasear la mirada a su alrededor. La noche estaba oscura; no
brillaba una
sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza se veía una sola
luz; no
obstante, allá a lo leios, y en la misma dirección en que
comenzó a
percibirse un ligero ruido como de pasos que iban
aproximándose, creyó
distinguir el busto de un hombre: era, sin duda, el mismo a
quien parecía
aguardaba con tanta impaciencia.
El caballero que acababa de abandonar el alcázar para
dirigirse al
Zocodover era Alonso Carrillo, que, en razón al puesto de honor
que
desempeñaba cerca de la persona del rey, había tenido que
acompañarle en
su cámara hasta aquellas horas. El que saliendo de entre las
sombras de
los arcos que rodean la plaza vino a reunírsele, Lope de
Sandoval. Cuando
los dos caballeros se hubieron reunido, cambiaron algunas
frases en voz
baja.
-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.
-Esperaba que lo presumirías -contestó el otro.
-Y ¿adónde iremos?
-A cualquiera parte en que se puedan hallar cuatro palmos
de terreno
donde revolverse y un rayo de claridad que nos alumbre.
Terminado este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se
internaron por
una de las estrechas calles que desembocan en el Zocodover,
desapareciendo
en la oscuridad como esos fantasmas de la noche que, después de
aterrar un
instante al que los ve, se deshacen en átomos de niebla y se
confunden en
seno de las sombras.
Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles
de Toledo,
buscando un lugar a propósito para terminar sus diferencias;
pero la
oscuridad de la noche era tan profunda, que el duelo parecía
imposible. No
obstante, ambos deseaban batirse, y batirse antes que rayase el
alba, pues
al amanecer debían partir las huestes reales, y Alonso con
ellas.
Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas,
pasadizos
sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta que por
último, vieron
brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en
torno de la
cual, la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y
dudosa.
Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se
divisaba en uno
de sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en
aquella
época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre.
Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo,
y
apresurando el paso en su dirección, no tardaron mucho en
encontrarse
junto al retablo en que ardía.
Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía
la imagen
del Redentor enclavado en la cruz y con una calavera al pie; un
tosco
cobertizo de tablas que lo defendían de la intemperie, y el
pequeño
farolillo colgado de una cuerda que lo iluminaba débilmente,
vacilando al
impulso del aire, formaban todo el retablo, alrededor del cual
colgaban
algunos festones de hiedra que habían crecido entre los oscuros
y rotos
sillares, formando una especie de pabellón de verdura.
Los caballeros, después de saludar respetuosamente la
imagen de
Cristo, quitándose los birretes y murmurando en voz baja una
corta
oración, reconocieron el terreno con una ojeada, echaron a
tierra sus
mantos, y apercibiéndose mutuamente para el combate y dándose
la señal con
un leve movimiento de cabeza, cruzaron los estoques. Pero
apenas se habían
tocado los aceros y antes que ninguno de los combatientes
hubiesen podido
dar un solo paso o intentar un golpe, la luz se apagó de
repente y la
calle quedó sumida en la oscuridad más profunda. Como guiados
de un mismo
pensamiento y al verse rodeados de repentinas tinieblas, los
dos
combatientes dieron un paso atrás, bajaron al suelo las puntas
de sus [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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